De los 7'5 millones de muchachos entre los diez y los diecisiete años, estaban organizados de alguna manera, a la sazón, unos 5 millones. Había unas tres mil quinientas ligas, asociaciones y agrupaciones. Sin embargo, de éstas eran muy pocas las que se dedicaban a actividades enteramente juveniles, puesto que la mayoría de los grupos no eran más que filiales y anexos de grupos y asociaciones de adultos. La excepción estaba constituida por la Juventud Obrera Socialista, parte de las asociaciones juveniles de carácter confesional, las juventudes deportivas y gimnásticas y la llamada juventud "confederada". Una "Comisión Nacional de las Ligas Juveniles Alemanas" cuidaba de ejercer cerca de las autoridades las funciones representativas de estos grupos.
Aunque semejante comisión tenía en realidad escasa influencia, no dejaba de constituir una plataforma para exigir la jefatura de las juventudes para las HJ. Yo tenía suficiente fantasía para representarme cómo tenía que ser y obrar la representación de la juventud en el Estado.
Pero tampoco era el único que me ocupaba de la juventud en aquella primavera de 1933. La Reichswehr había ya efectuado en los últimos años de la república de Weimar grandes esfuerzos para colocar a muchas asociaciones juveniles bajo la influencia de sus principales figuras y darles una formación enteramente premilitar.
Impulsor principal de tales esfuerzos era el jefe del gabinete ministerial en el ministerio de la Reichswehr, el entonces coronel Walter von Reichenau, un oficial moderno y entusiasta deportista, aunque bastante ambicioso desde el punto de vista político.
El día 4 de abril de 1933 me llegó desde Berlín la información de que el coronel Von Reichenau proyectaba el traspaso de la "Comisión Nacional de la Juventud Alemana", que hasta entonces formaba parte del ministerio del Interior, al de la Reichswehr. Ministro del Interior era el doctor Frick, uno de nuestros correligionarios más antiguos y un correcto técnico administrativo. Sin duda se habría sentido satisfecho en el caso que la comisión se desgajara de su feudo, pues ello significaba restar al ministerio del Interior tareas que no le competían en buena ley administrativa. Y eso es lo que yo quería precisamente impedir. De igual manera que había recabado y conseguido la independencia de la Juventud Hitleriana respecto al Partido, deseaba asegurar la autonomía de la entera juventud respecto a la Reichswehr y el Estado. Mi lema era definitivo: "La juventud tenía que regir a la juventud."
Llamé al "stabsleiter" Karl Nabersberg, en Berlín:
—Tienes que ocupar mañana, con toda urgencia, la "Comisión para la Juventud Alemana".
Nabersberg organizó una columna de camiones que transportó los cincuenta hombres de la guardia de la jefatura nacional de las Juventudes. En realidad, no habría necesitado tantos efectivos, pues las dos secretarias y el administrador, Maas, no hubieran podido oponer la menor resistencia a la mínima fuerza. Hermann Maas sería ejecutado el 20 de julio de 1944 como uno de los componentes de la conjura contra Hitler.
La ocupación de las oficinas de la Comisión no fue un acto heroico. El indignado general Vogt, presidente de la Comisión, llamó al ponente del ministerio del Interior y protestó. El indignado ponente del ministerio acudió al ministro, doctor Frick. El indignado ministro me llamó a la jefatura nacional de las H.J., en Munich:
—¿Cómo ha podido mezclarse, señor Schirach, en asunto de tan clara competencia mía? Ordene inmediatamente a sus gentes que evacúen la Comisión.
—Pero querido doctor Frick — objeté. — Yo creía que estábamos haciendo una revolución...
—Le conmino...
—Como jefe nacional de una sección del Partido, solamente acepto órdenes del Führer — dije con toda rotundidad. — Como ministro, solamente puede hacer usted una cosa: ordenar a la policía que dispare contra esos jóvenes berlineses. Pero tendrá que disparar, pues no se irán voluntariamente.
—Querido señor Schirach, le ruego que no me ponga usted en una situación tan tonta — imploró Frick —. Trate de imaginar lo que dirá Hindenburg cuando el general Vogt acuda a informarle.
Salí urgentemente hacia Berlín. Como primera providencia, me puse en contacto con el general Vogt. El anciano caballero se mostró al principio muy frío. Pero luego derivó nuestra conversación hacia los problemas de la juventud. Como soldado estaba lógicamente interesado en que los jóvenes llegaran preparados al servicio militar. Pero no solamente con ejercicios pre-militares, sino también mediante deportes y contacto con la naturaleza. Por tal causa, nos entendimos muy pronto y muy pronto también gané al general para el puesto de consejero de la jefatura nacional de las Juventudes Hitlerianas. Luego acudí al ministerio del Interior, donde me entrevisté con el doctor Frick. Al principio no quiso atender a razones, pero cuando le referí mi conversación con el general Vogt, se resignó a los hechos consumados.
Pocos días después asumí, como presidente de la Comisión Nacional, la del Movimiento Alemán de Albergues de Juventud. Desde 1909 y contando solamente con sus propios medios, habían construido 2.600 albergues en toda Alemania. El padre espiritual del movimiento era un antiguo Wandervogel, director de escuela elemental,
Richard Schirrmann, en Hilchenbach, Westfalia. Este pionero acostumbraba a inspeccionar por sí mismo toda la red de albergues, recorriéndolos con la mochila al hombro y el bastón de nudos en la mano. La crisis económica había afectado bastante al movimiento. Además de ello, afluían ahora a nosotros millares y millares de jóvenes que no habían estado en su vida en un albergue, por lo que la red resultaba insuficiente para mis planes. Hice proyectar otros albergues nuevos y mayores. El dinero para su construcción debía aportarlo en parte la propia juventud, que se aplicó a la tarea de recogerlo con la misma pasión mostrada por la Juventud Hitleriana de los primeros años hacia su pequeña organización.
Necesitaba a un hombre enérgico, que entendiera algo de economía. Me acordé de un amigo de los tiempos estudiantiles comunes, hijo de un industrial de Hamburgo. Se mostró inmediatamente dispuesto a dimitir del puesto que ocupaba en la empresa paterna y hacerse cargo de la dirección de los albergues juveniles. El pionero Schirrmann fue nombrado jefe honorífico de la HJ. y siguió siendo representante alemán en la Unión Internacional de Albergues Juveniles. Mis proyectos financieros le deslumbraron. Pero movió la cabeza con gesto reprobador cuando le mostré los planos de los nuevos albergues. A su entender, era todo demasiado grande y estaba excesivamente perfeccionado. En vez de los jergones campamentales habíamos previsto grandes y pequeños dormitorios con camas. En vez del fogón donde los grupos podían cocinar su "rancho", se habían planeado grandes cocinas con capacidad para trescientos o cuatrocientos comensales.
—Esto no son albergues de juventud, sino hoteles — dijo Schirrmann tristemente. En el fondo, el viejo "Wandervogel" tenía razón. Pero a mi entender, el tiempo del caminante romántico había terminado con la aparición de los movimientos de masas. Habíamos proyectado los nuevos albergues de juventud con las proporciones que juzgábamos adecuadas. Y cuando en la actualidad, años después, veo las largas hileras de autocares ante los Albergues de Juventud de entonces, me parece que los planeamos demasiado pequeños todavía. Claro que cuando compruebo los pocos caminantes que todavía quedan, tengo que comprender necesariamente la melancolía y la desconfianza de Schirrmann, el padre de los albergues juveniles.
A finales de abril de 1933 acudí un día a un almuerzo en la Cancillería.
Hitler me llamó aparte una vez transcurrida la comida:
—Hindenburg está prevenido contra usted. Me ha informado que la juventud no se comporta con el debido respeto hacia antiguos oficiales, maestros y sacerdotes.
Conocía los motivos de la irritación de Hindenburg, que no eran otros que mi público ataque al vicealmirante retirado Adolf von Trotha. El almirante Von Trotha era jefe de la "Confederación Gran Alemania". A esta Confederación se había unido, poco antes, el 30 de marzo de 1933, una parte de la juventud "confederada". En total, unos 15.000 muchachos. Estas asociaciones, sobre todo la llamada "Deutscher Freischar" y la "Confederación de Exploradores Alemanes", habían desarrollado, innegablemente, una forma de cultura juvenil. Sus marchas, sus campamentos de tiendas, sus canciones y sus juegos, constituían unos métodos formativos de evidente eficacia. Por lo que atañe a sus ideales, eran tan nacionalistas como podían serlo los de las Juventudes Hitlerianas. Pero aquellas asociaciones, proporcionalmente pequeñas, se componían casi enteramente de estudiantes superiores. Se autocalificaban de élite y experimentaban un displicente desprecio hacia toda organización de masas. Constituían así el principal vivero de oficiales de la Reichswehr. Habían colocado a su frente al almirante Von Trotha, de sesenta y cinco años de edad, porque esperaban eludir así cualquier unificación obligada. La relación que Von Trotha mantenía con el presidente del Reich y el jefe de la Reichswehr vendría a ser así garantía de su propia posición. Contra aquello me había manifestado yo, en interés de las Juventudes Hitlerianas, atacando públicamente al almirante.
Hitler no tenía idea de todas aquellas interioridades. Pero en aquel instante pareció sospechar algo.
—¿Sabe lo que el anciano me dijo el otro día de usted?
Como es lógico, no lo sabía. Hitler repitió las palabras de Hindenburg imitando, inclusive, su voz grave.
—Ese señor Von Schirach es todavía un coronel demasiado joven. No me gusta que haga esas cosas. Habrá que llamarle al orden.
Hindenburg me confundía con mi tío, el coronel Friedrich von Schirach, que había fallecido en 1924 a la edad de 54 años. ¿Qué diría el presidente del Reich cuando se enterara de que el jefe de las juventudes, Von Schirach, no era coronel y no tenía los sesenta y dos años que él le atribuía?
—Evitaré presentárselo a usted, pues si lo hago le dará un ataque — dijo Hitler.
El problema era agudo, a pesar de todo. El 1 de mayo estaba en puertas. Por vez primera iba a celebrarse esta festividad socialista por todo el pueblo, como "Fiesta del Trabajo Nacional". Estaba previsto que en la mañana del primero de mayo, Hindenburg dirigiera la palabra a las juventudes en el "Lustgarten" berlinés. En tal circunstancia, la presentación resultaba inevitable.
—¿Qué hacemos? — preguntó Hitler.
Se me ocurrió una solución. Yo había proyectado para el 24 de junio de 1933 prender las grandes hogueras del solsticio en la cumbre de los montes alemanes. Quería encender por mí mismo la primera de aquellas hogueras en el Brocken, a cuya señal se encenderían las restantes en toda Alemania. Desde el Brocken quería hablar a toda la juventud por las emisoras.
—Trasladaremos estos actos a la noche del 1 de mayo — propuse a Hitler —. De esta manera, me podrá usted excusar ante Hindenburg y él podrá seguir indignándose por los actos del indisciplinado coronel.
Hitler encontró buena la solución. Y de esta manera fui siempre cuidadosamente ocultado a Hindenburg hasta su muerte.
Pocos meses después de la conquista del poder me dirigí con mi esposa y mi hija Angelika desde Munich a Berlín. En el número 28 de la "Bismarckstrasse", en el "Kleinen Wannsee", habíamos alquilado, a la señora Von Opel, una pequeña y encantadora villa.
Poco después de nuestra llegada se lamentó mi esposa de que cada tarde, cuando salía a pasear, la seguía un caballero elegante, de sienes plateadas. Con un "Mercedes" deportivo, pasaba varias veces ante ella y le proponía: "Hermosa señora, ¿no quiere usted dar un paseo?"
Henriette encontraba que su galanteador tenía un gran parecido con nuestro amigo de Munich, aviador y condecorado con la Orden "Pour le Mérite", Eduard Ritter von Schleich.
Cada mañana me dirigía en mi coche, desde el Wannsee por el Avus hasta la jefatura de las Juventudes, en la "Kronprizufer". Después del primer tercio de la autopista había un aparcamiento. Allí vi una mañana a un caballero delgado y elegante, con chaqueta de tweed, sombrero de fieltro y un cigarro en la boca. Mi primera impresión fue que se trataba de Ritter von Schleich. Pero al poco reconocí mi error. El hombre era el antiguo príncipe heredero, Guillermo. Se dio cuenta de que le miraba y esbozó un gesto de saludo.
A mi vuelta a casa, enseñé a mi mujer una fotografía del Kronprinz.
—Efectivamente. Ése es el hombre — dijo Henriette inmediatamente.
Durante el almuerzo en la Cancillería conté a Hitler la historia del galanteador de Henriette. Se indignó.
—Otra vez se comprueba lo que ese hombre tiene en la cabeza. No le preocupan nada más que las mujeres. Y Goering trata de convencerme de que el Kronprinz sería el jefe de Estado mejor para Alemania en caso de que el viejo Hindenburg muera.
El problema de la eventual restauración de la monarquía en el caso de fallecimiento de Hindenburg era frecuentemente planteado a la sazón por Hitler. Tras la comida me llamó aparte.
—¿Qué opina usted del príncipe Alejandro? — me preguntó.
El príncipe Alejandro de Prusia era el hijo del cuarto descendiente del Kaiser, Augusto Guillermo, llamado "Auwi". Tenía entonces veinte años y pertenecía a las Juventudes Hitlerianas. Su padre era jefe de las S.A. desde 1931 y yo había hablado bastantes veces con él a raíz de reuniones y concentraciones.
—El muchacho me gusta — dijo Hitler sin esperar respuesta —. Piense que ha aprendido incluso un oficio manual. Es herrero.
—Todos los Hohenzollern aprenden un oficio manual. Es una tradición de familia. Si quiere usted restaurar la monarquía, opino que sería mejor hacerlo en una mujer. Podría elegir a la duquesa Victoria Luisa de Braunschweig y Lüneburg o su hermana Federica.
Hitler movió negativamente la cabeza. No quería saber nada de mujeres en altos puestos de la nación.
—¿Es usted partidario así de una monarquía? — preguntó Hitler.
—Todo lo contrario — dije —. Mi opinión es que significaría una guerra civil. Los obreros soportan mucho, pero no creo que soportaran eso. Por otra parte, los bávaros querrían tener otra vez a sus Wittelbach...
Hitler no respondió. Hoy estoy convencido de que pensaba exactamente como yo y que suscitaba de vez en cuando el tema de la monarquía, solamente para conocer la opinión que al respecto tenían quienes le rodeaban.
Poco después me contó que había informado de las actividades amorosas del Kronprinz al presidente del Reich. Hindenburg no había disimulado su indignación.
—Su Alteza está comprometiendo la dignidad de la familia imperial. Yo mismo le llamaré al orden.
El inofensivo episodio con el Kronprinz como protagonista correspondió a la época de las pugnas por el poder en el interior del Partido y las intrigas, con las que tuve también que enfrentarme a raíz de mi nombramiento como jefe de Juventudes del Reich alemán. La mayor parte de las cosas llegaron a mi conocimiento por conductos indirectos, pues iba con escasa frecuencia a la Cancillería.
Las Juventudes Hitlerianas crecían como un aluvión. Yo no paraba de viajar, de tomar parte en concentraciones y marchas. Pero aquello a lo que concedía una mayor importancia era al contacto personal con los mandos de las HJ. Con frecuencia nos pasábamos toda la noche examinando problemas que nos concernían. Queríamos que se integraran en la HJ. todas las asociaciones juveniles para formar una sola organización. Soñábamos en un único movimiento juvenil alemán, independiente de los partidos y las confesiones, libre de toda vinculación. Mediante este movimiento juvenil de carácter único aspirábamos, asimismo, a conseguir la neta separación entre la juventud y las S.A. y el Partido, no en el sentido de formar una oposición, sino constituir algo singularizado, una especie de Estado de los jóvenes en el interior del Estado. Procedente de la juventud "confederada" llegaban, justo es reconocerlo, iniciativas y ejemplos que resultaban de mucho valor para nosotros.
De ellos adoptamos, por ejemplo, los tambores y las características de las bandas de música, tan vistosas y que tanto efecto ejercían sobre la juventud.
Las vacaciones veraniegas estaban en puertas. Para aquel verano estaba previsto que acudieran a los campamentos y efectuaran viajes y desplazamientos el doble de muchachos que el año anterior. Los recién ingresados tenían una característica en común: no habían salido nunca de las faldas de su madre, no habían dormido jamás en un albergue juvenil o bajo las lonas de una tienda de campaña, ni habían hecho sus comidas o tomado parte en un fuego de campamento, como ocurría con los anteriores grupos, incluso con aquellos formados por muchachos con menos de doce años. No dejaba de experimentar por mi parte alguna desazón pensando en el momento en que aquella masa inadaptada cayera sobre los albergues juveniles, los bosques y la orilla de los lagos. Sin duda, el trance no se saldaría sin algún accidente, alguna enfermedad o algún incendio forestal. Teníamos que trazar las directrices y orientaciones, así como destacar el capítulo de prohibiciones para que el entusiasmo no desembocara en catástrofes.
Mucho más importantes eran todavía los problemas sociales. Teníamos todavía millones de parados. Pero por otra parte, muchos jóvenes trabajaban diariamente doce y catorce horas, pese a la ley sobre la jornada de ocho, ya que constituían una mano de obra barata y, por ello, siempre aceptada. Pero la extensión de sus propios horarios de trabajo les daba una mínima oportunidad de disfrutar las adecuadas horas de descanso y recreo.
Para nosotros, jefes de juventudes, constituían todos aquellos unos acuciantes problemas y nos lanzamos con ímpetu revolucionario a su solución. Di como consigna para el año 1933 la siguiente: "Por el socialismo hacia la nación." Trazamos proyectos de nuevas leyes. Pero el mecanismo del Estado era lento y premioso como siempre. Por tal causa tuvimos que actuar muchas veces por propia iniciativa y mediante negociaciones acompañadas de una presión más o menos intensa, conseguimos en determinados sectores unas mejores condiciones de trabajo y un mayor tiempo libre para los jóvenes. Ni que decir tiene que los círculos económicos no tardaron en quejarse de intromisiones, la burocracia ministerial se sintió afectada y que incluso para nuestros propios ministros nacionalsocialistas, la Juventud Hitleriana se convirtió en una especie de pesadilla.
—Disparan contra ti desde todos los lados — me dijo mi ayudante, el capitán retirado Wilhem Kaul, el día 5 de mayo de 1933.
—Déjales que disparen — respondí.
—Frick y Roehm acudirán mañana al despacho del Führer — prosiguió Kaul —. Quieren que se establezca un Comisariado del Reich para la Juventud.
—¿Y quién será comisario?
—Von Tschamer und Osten — precisó mi interlocutor.
Quedé mudo de asombro. El "Gruppenführer'' de las S.A. Hans von Tschamer und Osten había sido nombrado comisario del Reich para el Deporte por el propio Hitler con la misión de preparar el deporte alemán para la Olimpíada de 1936, que tenía que celebrarse en Berlín. Era un gran deportista, pero no había tenido nada que ver con las juventudes y su organización. Ello no quiere significar un demérito para Von Tschamer und Osten, que se reveló más tarde un excelente y preciso organizador, que parecía predestinado para llevar a efecto su misión olímpica. A tal efecto recorrió numerosos países y con sus grandes cualidades diplomáticas ganó incluso a aquellos que ya entonces dudaban en enviar a sus equipos olímpicos a la Alemania nacionalsocialista.
Lo más curioso es que aquel hombre había llegado a comisario del Reich para el Deporte a causa de un error. El telegrama en el que se le anunciaba el nombramiento para el cargo, no había ido a parar a manos del comandante Von Tschamer-Osten, sino a su hermano mayor, el "Gruppenführer" de las S.A. que poseía una propiedad en Magdeburgo. Había sido oficial en la guerra mundial, miembro de la Guardia Montada de Sajonia y practicado diferentes deportes, aunque sin haber tenido jamás una función directiva en el campo deportivo. El error no había sido objeto de posterior rectificación. Y ahora se pretendía hacer de Von Tschamer und Osten el Comisario para la Juventud. Además del doctor Frick y de Roehm, aparecían como partidarios de la solución el ministro de la Reichswehr, Von Blomberg, y el de Propaganda, doctor Goebbels. A este frente, tan poderoso, se añadieron el ministro de Cultura de Prusia, doctor Bernhard Rust, y el recién nombrado sustituto del Führer, Rudolf Hess. Todos ellos deseaban asegurar su influencia y sus resortes sobre la juventud. Aunque sus opiniones e intereses eran contrapuestos, coincidían en un punto: un joven de veintiséis años no tenía que ser jefe de las juventudes del Reich alemán.
Aquello afectaba todos mis planes de crear una única organización juvenil, sin diferenciaciones sociales, religiosas o de cualquier otra especie, y de acuerdo con el lema: "Los jóvenes tienen que ser dirigidos por los jóvenes". En el seno de las Juventudes Hitlerianas se habían comenzado a poner en práctica aquellos principios poco antes de la conquista del poder. Por tal motivo, veía en ellas la única organización juvenil posible en un Estado nacionalsocialista. Y estaba dispuesto a lo que fuera, sin que ningún ministro o jerarca pudiera impedirlo.
Hitler me había dicho que cada vez que necesitara verle, podía acudir a la Cancillería a la hora del almuerzo sin la precisión de ser previamente anunciado. Hice uso del permiso y conseguí hablar a solas con él después de la comida.
—Me ha confiado usted la Juventud Hitleriana. Pero si las cosas siguen así, pronto tendremos una juventud de Frick, una de Blomberg, una de Roehm, de Rust, de Goebbels y de Hess.
—En absoluto — dijo Hitler —. Sigue siendo usted el responsable ante mí del movimiento juvenil. Claro que tiene que actuar siempre de acuerdo con las demás secciones y organismos.
Esto era fácil de decir, pero difícil de llevar a la práctica. Por deseo expreso de Hitler, todas las secciones del Partido, incluida la jefatura central de las H.J., habían permanecido radicadas en Munich. Pero las decisiones políticas se tomaban en Berlín. No es de extrañar, por tanto, que muchos jerarcas del Partido estuvieran permanentemente sobre ruedas. El expreso nocturno Munich-Berlín se convirtió así en una especie de "Casa Parda" rodante.
No estaba dispuesto a efectuar por mucho tiempo aquellas idas y venidas y decidí establecer el cuartel general de las juventudes en Berlín. La casa número 10 de la Kronprinzufer estaba vacía y en venta. Su precio: 150.000 marcos. Un precio irrisorio para un palacio noble como aquél, pero una suma gigantesca para las exhaustas cajas de las Juventudes Hitlerianas.
En mi apuro, acudí a un jefe de la H.J., el doctor Sven Schacht, sobrino del presidente del Banco del Reich, Hjalmar Schacht. Se manifestó inmediatamente dispuesto a facilitarme una entrevista con su tío.
El presidente del Reichsbank me recibió, en unión de su sobrino, en su despacho del banco. Escuchó amablemente la exposición que hice de las necesidades económicas de las Juventudes Hitlerianas. Pareció comprender la necesidad de arrancar a los muchachos de la calle para llevarles a los hogares juveniles y la urgencia que teníamos de constituir escuelas de mandos de donde salieran los cuadros juveniles para ello.
—¿Puede usted poner a mi disposición una cantidad para la financiación de las Juventudes Hitlerianas? — le pregunté al término de mi informe.
—No — respondió el presidente del Banco del Reich.
Dicho esto, no añadió una palabra más. Quedé sorprendido. Por el propio Hitler sabía que pocos meses antes, cuando no era todavía presidente del "Reichsbank", había facilitado varios millones, procedentes de los medios industriales, para la lucha electoral del N.S.D.A.P. Desde el cargo que ocupaba debía tener, sin duda, mayor relación e influencia. No se explicaba, pues, aquella respuesta, tanto más cuanto se trataba de una cantidad relativamente pequeña. ¿Qué equivocación había yo cometido? ¿Había sido un error evocar la relación familiar y aparecer con el sobrino? ¿O había tenido aquella misma mañana alguna discusión con Hitler y se encontraba, por tal causa, tan mal dispuesto? Nunca llegué a saberlo, aunque una cosa sí supe desde aquel momento: que cuando Hjalmar Schacht decía que no, era no. Nos despidió cortésmente, pero sin que hubiéramos conseguido sacar un solo marco de su bolsillo.
Aquella fue la única vez que conversé con Schacht durante los años de mi actividad política. Volvimos a hablarnos doce años más tarde, cuando comparecimos ambos acusados ante el tribunal de crímenes de guerra de Nuremberg.
A la mañana siguiente acudí a un gran industrial a quien conocía personalmente muy bien. Le dije la cantidad exacta que necesitaba — 150.000 marcos — y su precisa finalidad. Sin decir una sola palabra, me entregó un talón por la suma solicitada.
Veinticuatro horas más tarde adquirí la casa número 10 de la Kronprinzufer y pocos días después se instalaron en ella mis más próximos colaboradores. Dejé en Munich todo el aparato administrativo y las oficinas de expedición de carnets. De esta manera obedecí las órdenes de Hitler sin dejar de tener un pie puesto en Berlín.
Aquella fue, según más tarde se evidenció, una de las decisiones más importantes tomadas para el futuro de la organización. Berlín estaba situado en una posición central y desde allá podía ejercerse mejor la jefatura y allá acudían con mucha mayor facilidad las gentes cuando había que llamarlas. En Potsdam instalamos la escuela nacional de mandos y la de mandos de la B.D.M. [38].
El 17 de junio de 1933, Hitler me nombró jefe de las juventudes del Reich. En su decreto decía así:
"El jefe de las juventudes del Reich alemán está al frente de todas las organizaciones juveniles masculinas y femeninas, así como las secciones juveniles de las organizaciones de adultos. Para la fundación de nuevas organizaciones y asociaciones juveniles, será preciso su aprobación..."
Tenía ya el título. Pero los recursos económicos estatales no iban ligados al mismo. Tuve que seguir utilizando los medios de financiación habituales a los tiempos heroicos: postulaciones callejeras y a domicilio, venta de folletos y material propagandístico y aceptación de donativos voluntarios.
Cinco días después de mi nombramiento disolví el "Grossdeutschen Bund" [39]. Con sus 15.000 miembros era el núcleo mayor de la llamada "juventud confederada". Sus jefes habían hecho explícita profesión de fe nacionalsocialista, por lo que no alcanzaba a comprender que aquellos grupos siguieran llevando su existencia independiente. Por otra parte, un buen número de grupos pertenecientes a los "confederados" había ingresado libre y voluntariamente en nuestras filas. Solamente unos cuantas de sus miembros permanecieron alejados de nuestras filas durante toda la duración del Tercer Reich.
Ello no quiere decir que mi medida fuera bien acogida por todos. El jefe del "Grossdeutschen Bund", vicealmirante Von Trotha, no me recató su irritación durante más de un año. Transcurrido este tiempo, nos reconciliamos. Más tarde, en el año 1936, fue nombrado jefe honorífico de la sección naval de las Juventudes Hitlerianas.
De todas maneras, la "Grossdeutsche Bund" fue la única organización juvenil que disolví entonces de una manera regular. En realidad, carecía de potestad estatal para ello. Bastaba, sin embargo, que la declaración de disolución fuera leída en la prensa para que la cosa quedara aceptada, Aquello podía calificarse, pura y simplemente, de bluff. Pero no en todos los sitios resultó la cosa tan fácil, y calculaba por ello que transcurrirían años enteros antes de que me fuera posible agrupar a todas las organizaciones juveniles en un solo movimiento.
Pero los acontecimientos se precipitarían. Primeramente ingresaron en las HJ. las secciones juveniles de las "Ligas de Defensa". Más tarde, el 26 de junio, declaró Hitler:
—Un objetivo perseguido durante catorce años ha sido alcanzado. Con la colocación bajo mis órdenes de los "Cascos de Acero", como jefe supremo de las S.A., así como el ingreso de la "Liga Scharnhorst" en las Juventudes Hitlerianas, la unidad de las fuerzas combativas de la nación alemana puede darse por completada y finalizada. Las S.A., las S.S., los "Cascos de Acero" y las HJ. serán desde ahora y para el futuro, las únicas organizaciones que el Estado nacionalsocialista reconoce como responsables de la formación y la instrucción políticas de adultos y jóvenes.
Al mismo tiempo fue prohibido el S.P.D. [40] y los restantes partidos se disolvieron por sí mismos. La fundación de nuevos partidos estaba prohibida por la ley del 14 de julio de 1933, por lo que me dio aquello ocasión de declarar:
—Si el N.S.D.A.P. es desde ahora el único partido, las Juventudes Hitlerianas tienen que ser la única organización juvenil.
Pero todavía no se había llegado a tal punto. Todavía subsistían 18 asociaciones juveniles católicas y 19 evangélicas, con un número de miembros que se calculaba entre los 450.000 y los 800.000. Se oponían a la unificación y tal actitud encontraba apoyo en sus respectivas iglesias. Traté de socavar estas organizaciones al decretar que la educación tanto política como deportiva de los jóvenes era expresa tarea de las Juventudes Hitlerianas. Los grupos confesionales deberían limitarse, por tanto, a una actividad religiosa y de cura de almas. Prácticamente, lectura de la Biblia y actos litúrgicos. Todo lo demás — campamentos y marchas, juegos, deportes y tiro con carabinas de pequeño calibre — quedaba reservado tan sólo a las HJ. A ello había que añadir el uso de uniformes y banderas, así como de dos símbolos que entonces jugaban un gran papel, ahora apenas comprensible, en la juventud organizada: los tahalis y el puñal.
Las Juventudes Hitlerianas velaban celosamente para que tales privilegios fueran respetados por los grupos confesionales. Fueron numerosos los muchachos que cedieron a las presiones e ingresaron en las HJ. Otros siguieron defendiendo, pese a todo, el derecho a una existencia juvenil a la que estaban acostumbrados. Llegaron así a producirse choques, en los que se arrancaron uniformes, gallardetes y tahalis. Hay que añadir que no siempre quedaron victoriosas las H J.
Pero la situación era molesta, tanto más cuanto podía ser causa de escándalo. El obispo evangélico del Reich, Müller, fue el primero en acudir a mí. Me invitó a una cena en el hotel "Esplanade", pues allá tocaba Barnabas von Geczy, a quien apreciaba muchísimo. El prelado llevaba, además de la cruz prelaticia al cuello, la Orden de la Media Luna colgada del pecho. Había obtenido esta condecoración turca por su actuación como capellán castrense en el frente de los Dardanelos, en 1916.
El obispo Müller me dijo que la juventud evangélica le había dotado de los plenos poderes reglamentarios y era su deseo que todos los muchachos y muchachas menores de 18 años que se hallaban en sus filas, ingresaran en las HJ. Quedamos muy pronto de acuerdo en las particularidades. Accedió asimismo a mi propuesta para que fuera firmado el acuerdo en mi despacho de la jefatura nacional, ante las cámaras de las actualidades cinematográficas. El acto se celebró el 19 de diciembre de 1933.
El primer año de la revolución nacionalsocialista, las Juventudes Hitlerianas habían aumentado sus efectivos de 110.000 a 2'3 millones de miembros; casi un tercio de todos los muchachos comprendidos entre los diez y los dieciocho años vestían la camisa parda.
Seis años después pregunté al arzobispo de Freiburgo, Conrad Groeber:
—¿Puede usted decirme la diferencia que hay entre un movimiento gimnástico evangélico y uno católico?
El arzobispo levantó, riendo, las cejas, y, amenazándome con el dedo, dijo:
—Cuando llegue a mi edad lo comprenderá.
Desde hacía cuatro días nos sentábamos en torno a una mesa de negociaciones en la sala de conferencias del Ministerio del Interior. Tres nacionalsocialistas teníamos como interlocutores a tres obispos católicos. Se dirimía la suerte de las asociaciones juveniles católicas para dar así cumplimiento a las recomendaciones del Concordato firmado el 20 de julio de 1933 entre el Vaticano y el Gobierno del Reich. Además del arzobispo Groeber, la Iglesia católica había destacado al obispo Berning, de Osnabrück, y Bares, de Berlín. El Gobierno del Reich estaba representado por el director general Buttmann, del Ministerio del Interior; el secretario de Estado, doctor Stukkar, como representante del Ministerio de Educación, y yo, portavoz de la jefatura nacional de Juventudes.
Las negociaciones habían alcanzado un punto muerto. Los obispos querían demostrar sus sentimientos patrióticos, pero sin dejar por ello en la estacada a sus asociaciones juveniles. Conocían los conflictos de las muchachas y los muchachos. Por mi parte, estaba decidido a llevar adelante el lema de las H.J., pero tampoco cargar con la responsabilidad de que las negociaciones se rompieran.
Propuse una fórmula de compromiso: retiraría mi prohibición de pertenecer al mismo tiempo a una asociación juvenil católica y a las H.J. A cambio de ello, los obispos católicos prohibirían que los grupos católicos hicieran marchas y organizaran campamentos en el verano de 1934 y llevaran sus uniformes. Los prelados se manifestaron concordes. El 29 de junio, a medianoche, nos separamos con la mejor disposición. Al día siguiente volveríamos a reunimos para suscribir formalmente el acuerdo.